¿Cuándo había empezado a llorar por su padre? ¿cuándo sus quejidos habían comenzado a ser parte de ese monstruo maldito que desde las tinieblas amenazaba con tragarse entero su cuerpo?. Llevaba sesiones y sesiones nombrando a su padre. Anoche volvió a sufrir por él cuando se rebanó casi entera la uña pelando una papa. Con la papa, con la papa, se oía, cuando de su boca salía Papá Papá. Lloró. Lloró como llora una niña. Con el mismo terror de una niña que no sabe de dolores más grandes. Lloró con un dolor que brotó y le creció desde el fondo de sus pies hasta convertirla en palmera. P trataba de consolarla. No podía ver cual era la profundidad de la herida. No había sangre a la vista. Pero ella agonizaba muerta de terror alejando su mano de la suya y de cualquier otra que en aquel momento se hubiese atrevido a tocarla. Lloró. Llora ahora mientras lo escribe, despacito sin que nadie la vea, con lágrimas finitas e indelebles. Pero anoche no. Anoche lloró con lágrimas pesadas como cuajos que venían de muy lejos arrastrando ramas, calores húmedos de cuarenta grados, pastos verdísimos, esqueletos de pescados. Lágrimas que venían del Río Paraná. Lloró con el mismo dolor de aquel sábado en que su padre se rebanó la uña al borde de esas aguas y ella se desmayó. La sangre le impresionaba. Y el dolor de su padre le hacía sentir a la muerte cerquita murmurándome cosas al oído. Clarita la imágen. Su padre tratando de calmar el dolor de sus pies de porcelana y ella yéndose a otro lado para no ver las gotas redondas de sangre manchando la arena. La uña, enterita, pereciendo. Hoy se le dió a su madre por enviarle uno de esos mails donde aparecen frases fáciles con imágenes cursis que la mayoría de las veces terminan en la bandeja de correo no deseado. Lo abrió. Hablaba de todo lo que dicen las manos y no miramos. En la primera imágen ella vió las manos de su padre. Manos fuertes de follaje generoso. Manos todopoderosas de nudillos anchos y deformes. Manos que extrajeron espinas de sus piecitos niños. Manos que lijaron sillas de maderas nobles con cuatro patas donde sentar las horas. Manos que masajearon huesos quejosos de cerebros cansados de pensar. Manos que dibujaron nombres con letras maravillosas en las primeras hojas de los cuadernos. Manos en donde ella se sintió pelotita de goma, muñeca de lana, princesa de cuentos. Manos que construyeron futuro para sus mujeres. Musas inspiradoras. Manos que a veces duelen de abrazar la vida. Manos que se entrecruzan hace treinta y un años a la hora del almuerzo, para conversar con los dedos. Manos que se envuelven como tejidos en busca del abrigo merecido.
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